La Paz, Baja California Sur.- ¡Francisco, deja de mover la cama, ahorita me levanto!, son las 7:17 del 19 de septiembre de 1985.
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El cuarto del patio de la casa de mis padres, donde dormimos mi hermano y yo, cruje. Abro los ojos y Francisco no está, él ya se fue a la prepa. Doy un salto de la cama y me asomo a la casa, mi hermana y mi madre igual me miran desde la ventana y me dicen que no salga.
El temblor es intenso, se escuchan ruidos por todas partes, cosas caer, hay gritos de pánico en la calle, no me queda otra más que resguardarme bajo el marco de la puerta, donde dicen que es más seguro quedarse en caso de un terremoto, aunque la verdad no estoy seguro de eso.
En una situación así, lo único que queda es esperar a que el suelo deje de moverse, aunque en ese instante el tiempo parece estancarse.
Al fin, el temblor para, corro hacia mis familiares, les abrazo y enciendo el televisor con curiosidad. En el canal 2 de Televisa, Jacobo Zabludovsky informa sobre lo ocurrido, hay mucha confusión en la información, la Ciudad de México es un desastre y los reporteros comienzan a dar cuenta de ello.
La palabra muerte se comienza a multiplicar por muchas zonas de la capital del país, una de las ciudades más pobladas del mundo.
Curso el segundo semestre de la Licenciatura de Periodismo y Comunicación Colectiva en la Escuela Nacional de Estudios Profesionales “Aragón”, perteneciente a la UNAM.
Ese viernes tenía examen y para ser franco no había estudiado lo suficiente, de hecho deseaba que algo sucediera para que se pospusiera, pero no un cataclismo.
Sin pensarlo mucho tomé la decisión de salir a la calle a ver lo sucedido, al final estaba estudiando periodismo y eso es lo que hacen los reporteros, me justifiqué en mis pensamientos.
Contra las órdenes de mi madre de que no saliera de casa, lo hice, sólo respondí que tendría cuidado. De milagro seguían circulando algunos camiones de transporte público, sin hacer mucho caso a la ruta sólo abordé uno de ellos, y no tardé mucho en bajar, los estragos del sismo comenzaban a multiplicarse conforme el autobús avanzaba.
Pedí la parada y bajé en la colonia Río Blanco, una zona industrial de la delegación Gustavo A. Madero, donde la escena era de fábricas y bodegas derrumbadas con trabajadores posiblemente aplastados.
No me detuve a mirar de cerca, temía ver algo que definitivamente me dejara marcado de por vida; sin embargo, sí me detuve frente a lo que fue una escuela primaria porque ahí una señora lloraba y gritaba que su familia, el conserje y sus hijos, habían perecido en el sismo. La habitación donde vivían al interior del plantel se había desplomado.
En un parque cercano decenas de personas hincadas rezaban, imploraban al cielo que ya no temblara. Sin pensar de más, tomé un teléfono público de los que todavía funcionaban (de monedas) y llamé a Radio Mil para informar lo que estaba viendo, apresurando mi actividad reporteril sin mayores elementos que mi motivación de informar lo sucedido y pedir ayuda para la gente.
Apenas si alcance a decir algunas palabras a quien contestó, casi de inmediato colgó.
Quise ir al centro, pero ya no pasó ningún camión. No me quedó otra que regresar a mi casa a pie, impactado, pensando cómo habrían muerto los integrantes de la familia de la señora que lloraba desconsolada; mientras a mi alrededor las imágenes de edificios y casas derrumbadas, sonidos de sirenas, gritos, sollozos, escenas de un apocalipsis anticipado, se agolpaban en mi cabeza y eso que no había visto lo peor.
En casa los daños se reflejaban en las cuarteaduras de algunas paredes, en tanto esperábamos noticias de todos los integrantes de la familia.
Por fortuna, gradualmente nos enteramos que todos estábamos bien, asustados y cada uno con su historia, pero bien.
En la ciudad de México los temblores son parte de la vida de los capitalinos, jamás te acostumbras a ellos, pero son inevitables, es una zona sísmica y al final tienes que adaptarte a esa terrible circunstancia.
Al día siguiente, con todo y el desastre que se miraba, me atreví a ir al centro a un lugar donde los sábados tomaba clases de capacitación política para complementar mi formación como periodista, algunas líneas del metro todavía funcionaban; al llegar al edificio ubicado cerca del metro Hidalgo, lo obvio, estaba cerrado con una nota en la puerta con el aviso de que el inmueble tenía desperfectos, no era seguro, y no habría actividades.
Cuando me disponía a regresar a mi casa, finalmente hice una pausa en la vorágine de pensamientos y sentimientos que chocaban entre sí en mi interior, y dimensioné lo que estaba pasando.
La pesadilla era real, parado en una banqueta de la zona centro de la ciudad de México, veía una megalópolis casi en ruinas, edificios de varios pisos convertidos en montañas de escombros con personas que no alcanzaron a salir de ellos y seguramente habían muerto de una forma horrenda.
Muchas personas buscaban afanosamente a sus familiares, sus cadáveres, o tal vez algún sobreviviente.
La noche de ese 20 de septiembre comenzó a caer y otra vez un temblor, no es el vértigo del estrés que provoca tanta tragedia alrededor, es una réplica tan intensa que estruja los edificios, que hace gritar y correr a la gente por las calles, que las hace cruzar las avenidas en pleno tránsito vehicular.
También corro, me lleno de miedo, volteo hacia el cielo y veo las estructuras de los enormes edificios rechinar y moverse, pienso que se van a desplomar encima de nosotros.
Me siento envuelto en ese tipo de películas japonesas donde todos huyen de un tsunami o de Godzilla. De repente algo me impulsa a parar y comienzo a gritar a la gente con todas mis fuerzas que se calmen, que pronto dejará de temblar, que no atraviesen la calle, algunos me escuchan y se detienen.
Los cables de la luz se mecen con la amenaza de caer. El riesgo ya no es que te aplaste un edificio o caigas en una grieta, ahora es morir electrocutado, atropellado o golpeado por la multitud que corre desenfrenada. El miedo aniquila la cordura, nubla la razón.
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Hoy recuerdo como si fuera ayer lo sucedido, la línea del metro de Pantitlán a Observatorio fue cerrada por completo, filas de gente caminaban en busca de llegar a sus hogares. Angustiado buscaba un taxi o un “aventón” que por fortuna llegó, el chofer de un camión cisterna se detuvo y me dejó en la 510, cerca de la Unidad Aragón, cerca de mi hogar.
Hay sucesos que sacuden, y un terremoto como el del 85 no es para menos.
En los inicios de una carrera pueden surgir muchas dudas, en mi caso ese tremendo acontecimiento marcó el camino que tenía que seguir. El mío no se limitaba a ser espectador o lector de noticias. Tenía que ser periodista.