La Paz, Baja California Sur (OEM-Informex).- En los jardines de la Parroquia de San Ignacio de Loyola hay una parra centenaria; nadie conoce con certeza sus orígenes, pero se sabe que los primeros vástagos de esta cepa fueron traídos por los jesuitas desde España en los inicios del siglo XVIII, y que durante décadas y hasta su expulsión de la Península en 1768 elaboraron con sus uvas el vino de consagrar en las misiones peninsulares.
Una de las ramas de esta vid sobreviviente se trepa a un mezquite en un abrazo y se pierde entre los troncos, mimetizando la delicadeza de sus acorazonadas hojas con la agreste naturaleza del leñoso árbol.
En las huertas del pueblo también hay parras de esta simiente pero son pocas, apenas un centenar y algunas subsistiendo agotadas por la falta de agua o porque están al final de su ciclo; algo parecido sucede en otras comunidades misionales cercanos como Santa Gertrudis y Mulegé, y más al sur en San Javier, San Isidro, La Purísima y Los Comondú.
Hermanas de esta cepa conocida aquí como Misión, sobreviven en pequeñas superficies en Sudamérica, bautizadas como País en Chile y Criolla en Argentina, en donde al igual que en México fueron desplazada por las cepas francesas hasta llevarlas casi al límite de su extinción.
El vino que producen estas parras ha sido catalogado como salvaje por algunos enólogos, otros opinan que es un incomprendido; esfuerzos en Argentina y algunos pocos en El Valle de Guadalupe en Baja California, han logrado mejorar la bebida elaborando con sus uvas tintos, blancos y otros de tonos rosados, utilizando para su fermentación depósitos de acero, barricas de roble o huevos de hormigón.
Las tipicidades de los vinos de la uva Misión son tan distintos como su propia región pero en todos los casos recogen la esencia de la técnica jesuítica; aunque con poca estructura, son tiernos, frutales y dulces en La Purísima y Los Comondús, y de intenciones aromáticas en San Ignacio y Santa Gertrudis, pueblos más al norte en donde el clima menos cálido favorece la fermentación; en todos los casos de baja graduación, salvo los elaborados con uva pasa a los que se les adiciona alcohol y piloncillo.
Rústicos y artesanales y de una producción muy limitada –no más de 3 mil litros al año-, los vinos de esta cepa sobreviviente permanecen en el gusto de los consumidores locales ya sea como un aperitivo,digestivo o en maridaje con postres y frutos secos.
Pero esta cepa solitaria que conquistó los oasis de la media península durante 300 años ya no está sola; A finales de 1950, pioneros de la zona agrícola del Valle de Santo Domingo establecieron la segunda generación de viñedos con variedades francesas, y en años recientes están surgiendo pequeñas plantaciones en Vizcaíno, Los Planes, El Carrizal, Mulegé y el norte de Comondú, con variedades tintas como Shiraz, Cabernet, Cabernet Sauvignon y Merlot, y blancas como Chardonnay, Sauvignon Blanc y Moscato d’ Asti.
Hecho con el método tradicional, casero y rústico al aire libre, o elaborado con técnicas modernas, en barricas y bodegas refrigeradas, la tradición del vino en la media península está hoy más viva que nunca; en los últimos dos años a los 3 mil litros que se producen cada año en la región de La Purísima y Los Comondús se han sumado al menos otros 5 mil litros de viñedos de Vizcaíno y Mulegé; de los centenarios emparrados en las huertas de los oasis a las parcelas con modernos sistemas de riego no hay mucha diferencia, el resultado es el mismo: una bebida que lo mismo es musa de poetas, sustancia divina de apóstoles y altares, o como escribiera Galileo Galilei: