/ jueves 17 de agosto de 2023

Fito Páez se asoma a su pasado con libro de sus memorias

De la muerte de su madre al éxito de El amor después del amor Fito Páez narra su vida en un libro de memorias que escribió durante la pandemia

PRIMERA PARTE INFANCIA

De niño conocí el olor de la muerte. Ningún niño está preparado para oler a la muerte. Tiene un aroma muy particular. A flores marchitas. A encierro. Todos los sábados, cerca del mediodía, durante varios años, mi padre me llevaba a enfrentarme a la lápida de mi madre. Estaba en el cementerio El Salvador. Cruzábamos el frontispicio de columnas de estilo dórico por un amplio pasillo techado, hasta la escalinata que descendía en la avenida central. Caminábamos de la mano varias cuadras interminables. Luego doblábamos a la derecha hasta encontrarnos con una escalera que se adentraba en las profundidades de aquel laberinto de cadáveres. Mi madre nunca fue una entelequia. Una noción imaginaria o un fantasma. Mi padre compraba religiosamente una docena de claveles rojos o blancos en los puestos de flores que se ubicaban sobre la avenida Ovidio Lagos, frente al cementerio. Lo primero que me enseñó fue el ritual de aquellos encuentros. Después de atravesar los pasillos subterráneos durante algunos minutos de caminata en silencio, llegábamos a la tumba de la muerta. Eran cinco hileras de cien metros de largo sobre las que se disponían las lápidas. Una arriba de la otra. Nosotros tuvimos suerte. Estaba en la segunda fila comenzando desde abajo. Podía ver la foto de mi madre directo a los ojos. Otros estaban obligados a agacharse o a usar las escaleras disponibles para encontrarse con sus muertos. Entonces mi padre besaba la foto de mi madre con la mano a modo de saludo. Después me indicaba que hiciera lo propio. Retirábamos las antiguas flores que despedían su néctar mortecino. A veces no eran las que habíamos dejado la última vez. Alguien más había visitado el sepulcro. Esos silencios de mi padre aún me acompañan. Esas miradas. Las flores, entonces. Aquellas flores vivirían tan solo algunas horas después de puestas en el florero de lata. Solo conocían el abrigo del frío, la humedad y las sombras. Todas esas flores sabían que llegaban a sus horas finales cuando atravesaban aquellos canales helados aislados del sol. Algún registro de agonía siempre supuse que tenían. Todo abriga la virtud de la premonición. Luego yo tiraba las flores muertas en el cesto. Y comenzaba el protocolo de limpieza. Primero, la foto de mi madre. Estaba en un marco de metal adherido al mármol blanco veteado de gris. Luego limpiaba la placa de bronce donde se leía el epitafio: “Su esposo e hijo, que siempre la amarán”. Primero se limpiaba con rigurosa meticulosidad cada milímetro de aquella lápida con un trapo que traíamos en un pequeño bolso. Se tiraba el trapo en el cesto junto con el papel en el que habían estado envueltas las nuevas flores condenadas a morir. Después se rezaba. Mi padre parecía ausente en esa rumiación. Yo también. Eso era todo. Sentía que ese era un no lugar. Una máxima incomodidad. Hacíamos el camino de vuelta. Subíamos a un taxi y volvíamos a la casa de calle Balcarce. Mi padre se encerraba en su habitación hasta el almuerzo. No recuerdo qué pasaba en aquellos largos minutos hasta sentarnos a la mesa. Los niños y las flores no están preparados para la muerte.

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Calle Balcarce 681. La Casa Páez. Se encontraba a escasos cien metros del emblemático Boulevard Oroño. Un terreno de 6,91 × 13,92. Tradicional casa chorizo. Denominación que se utiliza para definir a las casas con los cuartos en fila, uno detrás del otro, sobre la medianera, tan típicas de las primeras décadas del mil novecientos. Según datos catastrales de la Municipalidad de Rosario, el permiso de edificación es el número 56 del año 1926. Demos una vuelta por el vecindario. Les propongo un largo plano secuencia, con un steadicam en manos de algún camarógrafo amigo o un dron volador a control remoto que pueda subir y bajar a piacere.

Relato en off.

Viví mi infancia y pubertad en el barrio del macrocentro de la ciudad de Rosario. Allí, enfrente de mi casa, se encontraba el conservatorio de música Scarafía. Del lado izquierdo, en una vieja casona, vivieron María Elena Falcón, mi vecina, con su marido y un hijo adolescente. Porte de mujer ruda de los campos de la Europa del Este. Dueña del kiosco que atendía por una ventana de su casa que daba a calle Santa Fe. Mujer amorosa, tía putativa. Cruzando Balcarce hacia el Boulevard Oroño, enclavado en la esquina misma de Balcarce y Santa Fe, el restaurant, bar, café, pizzería Grand Prix. Mi cafetín de Rosario. “De chiquilín te miraba de afuera como a esas cosas que nunca se alcanzan, la ñata contra el vidrio en un azul de frío que solo fue después, viviendo, igual al mío”. Enrique Santos Discépolo sabía nombrar con precisión y emoción los lugares entrañables. Así su cafetín de Buenos Aires.

Así mi Grand Prix.

Cruzando Santa Fe hacia el sur, por Balcarce, se encontraba la parada del colectivo 200. En esos carromatos iría a la escuela primaria casi todos los días. De mañana, al taller a aprender herrería, aeromodelismo, carpintería, y a la tarde al turno escolar. Sin contar las frías mañanas de invierno, yendo a las clases de educación física cuando la humedad asesina se colaba entre el par de calzoncillos largos y el pantalón de gimnasia, entrenándonos tempranamente para soportar los fríos polares rosarinos.

Cruzando de vereda, sobre Santa Fe, frente al kiosco de María Elena, estaba el Normal 2. Escuela de futuras mujeres, adolescentes en flor. Con sus polleras grises entabladas, sus medias blancas hasta la rodilla, sus zapatos negros y sus camisas blancas recién planchadas en primavera. El obligado pulóver gris en ve en invierno, sus sacos azules y sus cabellos recogidos. Delicias de mis sueños juveniles.

Foto: Notimex

Al lado se erguía la Facultad de Ciencias Agrarias y Ciencias Políticas de la Universidad Nacional del Litoral. Verán el distinguido estilo de neoclasicismo francés. Allí anidaban cuevas de murciélagos y palmeras quinoteras que llegaban hasta el cielo. Último destino: la plaza San Martín. Fíjense que ocupa toda la manzana de Santa Fe, Moreno, Córdoba y Dorrego.

Toda una plaza.

A la derecha, cruzando Santa Fe, verán, aún imponente, la Jefatura de Policía. Lóbrego centro clandestino de tortura y desapariciones forzadas durante la última dictadura militar. En ele con la calle Moreno, la plaza lindaba con el Museo de Ciencias Naturales. También cuna de murciélagos y niños exploradores caminadores de cornisas. En la esquina de Moreno y Córdoba, cruzando la calle, se emplazaba el Segundo Cuerpo del Ejército. A pocos metros por la misma vereda de la calle Córdoba se encontraba la CGT. En frente, la Facultad de Derecho.

A su lado, casi llegando a Balcarce, se erigían como dos gigantes las puertas forjadas en hierro que oficiaban de salida del Normal 2. Las armas, la ley, la educación, la ciencia, la música, el recreo infantil y la política muy cerca.

Doblemos por Balcarce.

Allí enfrente, en ese edificio de dos pisos, vivía la familia Gallardo. Fabián, uno de sus hijos, será uno de mis compinches de primera adolescencia. En aquel otro edificio vivía la familia Boglioli. En ese tercer piso pasaría largas horas alrededor de una mesa jugando al póker, escuchando rock progresivo. Al lado, casi llegando a la esquina de la calle Santa Fe, otro edificio en el que ocurrirían hechos de extrema violencia. De esta vereda, por la que voy, solo se ve la pared lateral del Normal 2. Saludemos a las chicas que agitan sus manos desde las aulas. Doblando por la misma vereda, por calle Santa Fe, vivía ese atorrante hermoso, galán de barrio y artista iluminador llamado Fernando Piedrabuena, que iba a acompañarme en gran parte de este viaje.

Crucemos Santa Fe.

Otra vez la casa de María Elena, y al lado, mi casa de nuevo. Enfrente, pegadas al Grand Prix, dos casas muy antiguas similares a la mía. Eran edificaciones donde las habitaciones se disponían alrededor de un gran patio. Vivían señoras mayores que regían sus inmuebles como pensiones temporarias. A su lado el ya mencionado y querido conservatorio Scarafía. Hacia la esquina de la calle San Lorenzo se erigía otro edificio de un piso, donde vivía una familia con quien no teníamos otro trato que los cordiales saludos entre vecinos. Sus hijas eran mayores que yo. Dos adolescentes guapísimas que atraían mi permanente atención. De pelo largo, espigadas, espléndidas. Por la vereda de mi casa, a la derecha, separados por una medianera, vivían el doctor Costa y su señora, de apellido Buñone. Tenían catorce hijos. Una familia muy reservada que también acompañó en mis primeros años la vida en el barrio. Siguiendo por la misma vereda, en un edificio de un piso, cuyo frente era de piedra gris con pequeñas incrustaciones de piedritas de colores brillantes, vivía la familia del doctor Caviglia. Un hombre de unos sesenta años, muy elegante. Venía todos los fines de semana a tomar un vermut con los Páez. Allí enfrente, siguiendo el paneo hacia la derecha, a manera de travelling frontal, se ve un garaje, y al lado, la casa del doctor Cochero, abogado de prestigio que vivía con su mujer y sus dos hijos. Cruzando la calle San Lorenzo se encontraba la despensa Pochi. Todo lo que quisieras conseguir en materia comestible se encontraba allí. Despensa de lujo. Siguiendo unos metros, la tintorería japonesa de frente azul, y después unas casas antiguas que lindaban con la panadería El Peñón. Allí compraría muchas tortas negras y bolas de fraile para acompañar las tareas de la secundaria antes del mediodía, después de las clases de educación física. Nada como una docena de esos manjares acompañados de Coca-Cola helada para pasar la mañana.

Volviendo a la esquina de Balcarce y San Lorenzo, frente al Pochi se encontraba el bodegón El Pampa. Restaurant sombrío, de larga tradición en el barrio. Por esa misma vereda, subiendo por San Lorenzo hacia Moreno, estaba mi almacén favorito. Atendido por dos hermanas cincuentonas solteras. Las Persic. Subía dos escalones y entraba a un antiguo almacén de pueblo de ramos generales. Un gran mostrador sobre dos heladeras gigantes de madera oscura, con fiambres y lácteos. Una máquina para cortar embutidos, quesos y una balanza. Detrás, una despensa llena de productos alimenticios que iba de lado a lado del boliche. Por una persiana de hilos de plástico de colores se podía ver el raído cuarto de estar, en el que pasaban gran parte de sus días estas dos hermanas. Una, de pelo corto y anteojos, flaca y pizpireta. La otra, mujer robusta, de melena castaña oscura cortada al cuello, siempre de riguroso delantal verde y carácter más seco. A la derecha, otras dos heladeras para las bebidas, y siempre la sonrisa amorosa de las dos, que antes de irme, después de anotarme todo lo comprado en la libreta familiar, me regalaban unos caramelos para que volviera contento a mi casa.

Foto : Especial

Así sucedía.

De la vereda de enfrente, llegando a Moreno, estaba la carnicería. El carnicero era un hombre de contextura mediana. Casi calvo, con un fino bigote que dejaba ver su sonrisa de actor de circo. Siempre amable y servicial. Vestía de riguroso delantal blanco. El día que a mis trece años le compré dos hígados, me dijo implacable: “¿Qué vas a hacer con eso? Tus abuelas nunca llevan hígado”. Él también había sido púber. El ingenio provinciano y la sexualidad carecen de fronteras. Los dos hígados encerrarían a mi pito ávido de curiosidad y yo me sacudiría en busca de un éxtasis desconocido. Esa humedad de vísceras rojas, me habían contado mis amigos de la plaza San Martín, daba una dulce sensación de placidez.

Unos metros adelante, volviendo a cruzar de vereda, en un PH, vivía José Luis con su mamá. Tenían un patio grande con una Pelopincho y muchos juguetes. En ese pasillo, en otro departamento, viviría mi hermano Coki Debernardi, con quien atravesaríamos infinidad de situaciones non sanctas años más tarde, a metros de distancia de la casa de mi amiguito de la infancia.

Tiempo al tiempo.

Crucemos de vereda nuevamente por la calle San Lorenzo y volvamos hacia atrás. Pegando la vuelta a la izquierda, ya por la calle Balcarce.

Imaginemos que por esa intersección vemos pasar el colectivo de la línea 1 que me llevaba a la Municipalidad, enclavada en las esquinas de Buenos Aires y Santa Fe, donde trabajaba mi padre, y la línea L, que nos llevaba hasta Funes y Roldán, pueblos cercanos donde vivía una parte importante de los trabajadores de la ciudad de Rosario.

Allí delante, unos metros antes de llegar a Santa Fe, otra vez la casa de mis amores.

Aquí habían vivido mi bisabuelo Pantaleón y mi bisabuela Rodolfa. Allí nacen sus hijos Marcial, Honorio Santiago y Pantaleón. Honorio Santiago sigue en la casa y se casa con mi abuela Belia Ramírez.

Crían a sus dos hijos, Rodolfo y Rosario.

Rosario es mi tía Charito, que se casa con Eduardo Carrizo y se van a vivir a un pueblo cercano. Cepeda.

Mi padre, Rodolfo, queda en la casa como único hijo. Fallece Honorio Santiago, padre de Charito y Rodolfo.

Entonces llega Pepa, pariente por la línea Páez afincados en la provincia de Córdoba. La casa queda conformada con Belia, Pepa y mi padre.

La serie El amor después del amor será protagonizada por el actor argentino Ivos Hochman / Cortesía | Netflix

Entremos, por favor, acompáñenme.

Aquí la puerta marrón, en dos partes de tres metros de altura, que daba a calle Balcarce. Subiendo dos escalones entramos a un zaguán en el cual, sobre la pared izquierda, había una placa con una frase inscripta del Martín Fierro de José Hernández: “Naides sabe en qué rincón / se oculta el que es su enemigo”.

Ese recibidor conducía a dos espacios.

A la derecha, al living comedor, y hacia adelante, a través de otra puerta cancel, al patio.

El living es un salón rectangular con una mesa de madera rojiza en el medio, que en días de fiestas se podía extender con otro módulo, con mantel de un rabioso floreado en tonos amarillos y rojos. A su alrededor seis sillas de madera tapizadas en cuero rojo. Encima de la mesa, la lámpara araña de tela con motivos floreados en tono ocre iluminaba el comedor de los Páez. Sobre las paredes laterales izquierdas vemos dos armarios de madera roja lacrada separados por una puerta. Esta puerta daba a la habitación de mi abuela. Del lado de la abertura derecha de la puerta, una mesa alta con un teléfono envuelto en plástico rojo. En la parte inferior de esa mesa se guardaba la guía telefónica. A su derecha uno de los muebles rojos sostenía una mesada de mármol a tono, con veteados blancos, donde se apoyaban cuadros y objetos de valor para la familia. Uno muy especial. El portarretrato de mi madre. Debajo, dos armarios cerrados con llave. En uno de ellos supe guardar mi primera colección en miniaturas de bebidas alcohólicas, que generalmente compraba en la panadería Nuria, en Santa Fe y San Martín, en los paseos de los domingos a la mañana junto a mi padre. Whisky, ron, vodka, Campari, anís, rhum, fernet. La primera escena te cuenta la película, se suele decir. Por sobre los armarios se disponían dos cajones. Encima de la mesada, un sobremueble que constaba de tres espacios, finamente curvado, de medio metro de altura, aplicado a la base del mueble. Dos laterales con puertas de vidrio que dejaban ver las copas de distintas vajillas. En el medio, otro con puertas espejadas que funcionaba como un pequeño botiquín de urgencias, con algodones, gasas, agua oxigenada, curitas y alcohol. A su derecha, una mesa de patas de madera y tapa de bronce. Allí se apoyaba la pila de discos de mi padre que fueron centrales en mi educación sentimental. A su lado, una silla para múltiples usos. Uno de ellos era, cuando niño, subirme a buscar los discos de arriba de la pila. Sobre esa pila, clavada en la pared, la foto de los graduados del Superior de Comercio, entre quienes se encontraba mi padre. En ángulo perfecto, detrás del frente de mesa, el piano rojo August Förster, propiedad de la familia Páez. Reinaba el piano en aquel espacio, con la solemnidad de un sepulcro imperial. Inviolable. Pasarían muchos años para que mi abuela Belia me diera la llave que abriría el cofre que contenía el santo grial familiar. Fue la noche en la que descubrí una de las formas del cine, a mis seis años. Estaban dando El hombre que volvió de la muerte, de Narciso Ibáñez Menta. Era una serie televisiva de terror que pasaban los viernes a las diez de la noche. Abrí la tapa del piano, con extrema delicadeza quité la felpa azul con motivos floreados que cubría las teclas. Me acerqué al televisor, bajé el volumen y esperé a que ingresara aquel hombre con su máscara negra. Comencé a pegar clústeres sobre el piano, que llevaba años muy desafinado. Mejor para mis fines. Estaba musicalizando una escena de terror en mi propia casa. Fue una sorpresa para todos y la primera vez que sentí el poder de la música sobre las imágenes. Todos festejaron a regañadientes. Fue una prueba de talento y un juego divertido. Iba a ser siempre así. El August Förster era un piano emperifollado por dos candelabros draculeanos, muy a lo Liberace, que le daban un look gore. Encima de él, fotos de mi padre y su hermana, mi tía Charito, apoyadas sobre una manta blanca bordada a mano en crochet por alguna comadre de la familia. Arriba del piano, un paisaje nocturno de unos pescadores subiéndose a un bote para salir a pescar o conspirando. Bella escena indescifrable. A su costado, el combinado Ranser de cuatro patas. Radio y tocadiscos. Las paredes de color verde. No inglés. Más bien verde agua. Y el techo, altísimo y blanco, con escoriaciones de humedad que hacían que se despegaran trozos de pintura. Si la cámara me sigue, en la pared que da a calle Balcarce, se encontraba un sillón que oficiaba de cama de la Pepa, mi tía abuela. Que un buen día llegó desde San José de la Dormida, provincia de Córdoba, y se instaló con nosotros. Dice la leyenda que fue virgen. Por el amor que prodigó y por cumplir esa condición sine qua non de no haber tenido relaciones sexuales durante toda su vida, y según los estrictos protocolos de las encíclicas papales, debería ser declarada santa. Santa Pepa.

Foto : Especial

Por sobre el sillón, un espejo con bordes en el mismo tono rojizo de los muebles del living comedor. A los dos costados del sillón cama se abrían dos puertaventanas que daban a los balcones de calle Balcarce. De madera, vidriadas, con persianas exteriores. Esto permitía generar infinidad de tipos de luces en días soleados y nublados abriendo y cerrando los postigos. Recuerdo en aquellos balcones la cálida sensación de los rayos de sol en las mejillas de la infancia, junto a mi abuela, esperando la llegada del almuerzo. A la derecha del balcón cercano a la puerta vemos el televisor. Pequeño. Blanco y negro. En él vi al Capitán Piluso, insigne personaje protagonizado por Alberto Olmedo, uno de los grandes comediantes argentinos. También el aterrizaje del hombre en la Luna, los almuerzos de Mirtha Legrand, a los geniales uruguayos de Hupumorpo: Ricardo Espalter, Berugo Carámbula, Gabriela Acher, Andrés Redondo, Enrique Almada y Eduardo D’Angelo. Otros programas de humor como La tuerca, los programas de Porcel, Blackie y sus entrevistas, Pipo Mancera, el entrañable Tato Bores, etc. Fútbol de Primera con Macaya Márquez de comentarista los viernes por la noche. La botica del 5 o El clan, célebres magazines rosarinos conducidos por Osvaldo Granados, el Negro Moyano Vargas y el pianista Mario Cánepa, y los noticieros del mediodía y cierre de Canal 3 y Canal 5. La televisión era un miembro de la familia. Siguiendo en círculo nos topamos con la puerta de acceso al zaguán. A su derecha, la estufa Eskabe a garrafa de gas. Aquí a su lado, un pequeño armario donde se guardaban los libros escolares. Los míos y los de mi abuela Belia, que era maestra de primaria. En ángulo recto, siempre a la derecha, el otro mueble rojo, similar al descripto unas líneas arriba. Entonces pegamos la vuelta y nuevamente la puerta que daba a la habitación de mi abuela Belia. Pintada en sus cuatro paredes de color amarillo. Muebles negros rotundos a los costados de la cama. En los dos armarios, dos enormes espejos se reflejaban uno al otro. Frente a ellos hice todas las coreografías posibles intentando copiar a Ritchie Blackmore, Lennon, Pappo, Luis Alberto Spinetta, Jimmy Page, Ricardo Soulé, Pete Townshend, Steve Howe y a tantos otros, con el bastón que mi padre usaba para ayudarse a caminar como guitarra. Era un bastón de madera revestido en un material marmolado brillante de color marrón con una agarradera en el mismo tono, lo que le daba al objeto un aspecto falsamente aristocrático. Me miraba en el espejo y movía mi cabeza de un lado al otro haciendo muecas de gran guitarrista. Me paraba sobre la cama de mi abuela y me revolcaba tocando solos imaginarios con la boca. Cambiaba tema a tema y disco a disco en ese maravilloso Winco portátil verde manzana y lograba aislarme del mundo real. La pasión con que vivía aquellas escenas me teletransportaba a los escenarios más disímiles en Londres, Buenos Aires, Liverpool, Monterrey, Woodstock, Nueva York y mil ciudades inventadas. Veía grandes públicos frente a ese espejo y un montón de chicas clamando por mí, imaginando un futuro demasiado improbable para ser cierto. En esa cama comencé a masturbarme, a muy pronta edad. Me enroscaba sobre la almohada y me agitaba hasta la desesperación. También le robaba algunos pesitos a mi abuela para golosinas y cigarrillos en el trascurso de mi pubertad y parte de mi adolescencia. Dos mesas de luz al costado de la cama y la figura de un Cristo dibujado con perfección fotográfica dentro de un marco negro, con ínfimas molduras barrocas, de forma ovalada. Fíjense cómo mira a cámara mostrando sus manos heridas. Él coronaba la habitación. Separados por otra puerta gris igual a la que daba al comedor, alta como un dinosaurio, la habitación de mi padre. Roja. Una cama de una plaza sobre la pared contigua a la habitación de Belia. Una mesa de luz alta con un pequeño cajón. De donde alguna vez lo vi sacar una pistola de corto calibre. “Hay que saber resguardarse, hijo”, dijo ante mi perplejidad de niño. Encima, un velador. A su izquierda, un armario donde guardábamos parte de nuestra ropa. Más allá, el baño. Amarillo. Viejo, pequeño y desvencijado. Con una bañera blanca y su ducha correspondiente. Un inodoro y una bacha con espejo donde mi padre se afeitaba cada día con extrema meticulosidad. El baño quedaba aislado por una incómoda dificultad. Había que hacer movimientos bruscos y aceitar permanentemente aquel mecanismo en el piso por donde se deslizaba la puerta corrediza de vidrios gruesos esmerilados. Al costado de la cama había una mesa rodeada de cuatro sillas que nunca se usaron y que impedían el paso al ropero. Ese armario tan misterioso. Vestidos de mi madre se atesoraban allí como reliquias sagradas. A su lado, mi roperito amarillo patito, donde se guardaban mis ropas de niño. A su izquierda, la heladera Siam, con esa manija fantástica que al mínimo de presión se abría con delicadeza. En la cocina no había espacio para semejante mamotreto, entonces recaló allí. Estas dos habitaciones contiguas, la de Belia y la de papá Rodolfo, daban al patio. En ese patio, en los días de verano, corríamos con unas sogas el gran toldo verde que nos protegía del sol rosarino. Había tres sillones de hierro, curvado en los apoyabrazos, pintados de blanco y dos almohadones de plástico floreados que hacían posible sentarse. La mesa apoyada en la pared ubicada entre medio de las habitaciones era donde comíamos en verano. A veces a resguardo del insoportable calor húmedo del día y en muchas noches estrelladas. Esta mesa también fue mi refugio. Entre sus patas armé mis primeras covachas. Casitas donde forjé mis primeros momentos de intimidad y mis deseos de independencia. La tapaba con sábanas y colchas viejas. Mi carpa india. La pared enfrente a la mesa era altísima. Colgaban varias macetas con helechos que la Pepa regaba periódicamente, cuando no lo hacía la lluvia. Pasaba en más de dos metros de altura a la terraza. Un alambrado rectangular se dejaba ver allí arriba. Pareciera que, desde la terraza de los Costa, hubieran querido observarnos. No tenía ningún sentido ese agujero alambrado allí, en esa alta medianera que nos separaba de los vecinos. Misterios de la arquitectura argentina o delicias de algún vecino voyeur trasnochado en busca de sonidos o imágenes que satisficieran su curiosidad. Una noche, yendo a dormir, cerramos los altos postigos. Las puertas de las habitaciones quedaron abiertas por el excesivo calor. Recuerdo haber sentido unos ruidos en el patio, intentando dormir junto a mi abuela. El ventilador Rosario de pie, prendido. Esa noche el ruido de las aletas y el motor estaba logrando ponerme nervioso. La ansiedad me estaba jugando una de sus primeras malas pasadas. Era Noche de Reyes. Me levanté con miedo. Con extremo sigilo, alcé una de las pestañas móviles de los postigos que daban al patio y allí estaban los fantásticos Reyes Magos. Sus capas brillantes de colores. Sus cofias relucientes, sus bombachas y sus sandalias moras. Sentí el olor a bosta de los camellos. Animales exóticos en aquellos parajes rosarinos. Todo mi cuerpo se ruborizó de alegría. Gaspar, Melchor y Baltasar estaban en el patio de mi casa. Baltasar fue el que sacó de una bolsa que llevaba colgada de los hombros la bicicleta Avianca verde doblada en dos partes. La apoyó en el piso con gran delicadeza, intentando no despertarme, y la dejó parada en el patio. Los otros dos cuchicheaban con mi padre.

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La tarea más pesada la realizaba el africano. Gaspar y Melchor, los blancos, negociaban. ¿Sugestión o realidad? El patio culminaba en una cocina de mínimas proporciones donde Pepa cocinaba con amor y dedicación cada día y cada noche de nuestras vidas. Miren allí adentro. Era un espacio muy pequeño. Una mesa de madera destartalada, una cocina vieja de cuatro hornallas y un horno. Aquí, la mesada con una bacha y un armario estante donde se guardaban diversos condimentos y paquetes de fideos, harina y arroz. Lindando, saliendo al patio, un gran armario despensa, que con sus puertas cerradas oficiaba de arco de fútbol. Solíamos tener una pecera encima de este armario. Solía romperla a pelotazos. Rescatar a los peces entre los vidrios y meterlos en una bolsa de plástico era una tarea ineludible. Siempre lograba rescatarlos. A su lado, un baño de letrina con puerta negra. Como en un patíbulo, debías arrodillarte para hacer tus necesidades. Tenía mal olor, seguramente por el gran tamaño del agujero. Por allí se colaba con facilidad el olor fétido de las cloacas. Por el lado izquierdo, en el exterior, una bacha grande, construida debajo de la estructura de la escalera, hecha de una sola pieza, donde Pepa lavaba la ropa con una tabla que en otros parajes del mundo se utilizaba para tocar ragtime. En noches de fiesta servía de refrigerador de bebidas, repleta de hielo. Unos metros a la izquierda, la escalera de escalones de cemento gris y una baranda de metal raído para ayudarse a subir, que llegaba a un patio de dos por dos que daba a una pequeña habitación. Por aquella escalera mi tía Charito y mi abuela Belia vieron descender a la Virgen María mientras mi abuelo Honorio Santiago fallecía en el mismo momento en algún hospital de Rosario. De allí, otra escalera ascendía unos metros hacia la terraza. Allí vivieron mis padres el tiempo que estuvieron juntos, casados. También había otra pequeña habitación, contigua, donde estaba “el muerto”. Un cajón al cual era imposible acceder. Estaba bajo una pila de objetos en desuso. Había un aroma muy especial en esa pequeña 27 covacha. Era uno de mis lugares favoritos. Al igual que el piano, ese cajón era resguardado con celo por los adultos de la casa. Y luego la terraza se abría como un gran campo de baldosas naranjas que terminaba en un galponcito, muy timburtiano, que alojaba objetos añejos que no servían para nada. El perímetro en ele casi perfecto estaba protegido por una baranda de hierros terminados con ornamentos barrocos. Obviamente, corroídos por la lluvia, las inclemencias del sol y la humedad. Servían para no caer al vacío sobre el piso del patio. Cómo olvidar los gritos de mis abuelas pidiéndome que me metiera para adentro. “Nene, ¡te vas a caer! ¿Querés darle un disgusto a tu padre?”. Disfrutaba el peligro de caminar por la cornisa agarrado a los fierros, mirando para abajo hacia el sufrimiento de mis abuelas. Para observar a los autos o tirarles bombas de agua en carnaval a los peatones desprevenidos teníamos que subirnos aquí. A esta angosta plataforma que recorría de punta a punta el frente de calle Balcarce. A su izquierda lindaba con la terraza de María Elena.

Fin del recorrido.

Ahora, a los hechos.

PRIMERA PARTE INFANCIA

De niño conocí el olor de la muerte. Ningún niño está preparado para oler a la muerte. Tiene un aroma muy particular. A flores marchitas. A encierro. Todos los sábados, cerca del mediodía, durante varios años, mi padre me llevaba a enfrentarme a la lápida de mi madre. Estaba en el cementerio El Salvador. Cruzábamos el frontispicio de columnas de estilo dórico por un amplio pasillo techado, hasta la escalinata que descendía en la avenida central. Caminábamos de la mano varias cuadras interminables. Luego doblábamos a la derecha hasta encontrarnos con una escalera que se adentraba en las profundidades de aquel laberinto de cadáveres. Mi madre nunca fue una entelequia. Una noción imaginaria o un fantasma. Mi padre compraba religiosamente una docena de claveles rojos o blancos en los puestos de flores que se ubicaban sobre la avenida Ovidio Lagos, frente al cementerio. Lo primero que me enseñó fue el ritual de aquellos encuentros. Después de atravesar los pasillos subterráneos durante algunos minutos de caminata en silencio, llegábamos a la tumba de la muerta. Eran cinco hileras de cien metros de largo sobre las que se disponían las lápidas. Una arriba de la otra. Nosotros tuvimos suerte. Estaba en la segunda fila comenzando desde abajo. Podía ver la foto de mi madre directo a los ojos. Otros estaban obligados a agacharse o a usar las escaleras disponibles para encontrarse con sus muertos. Entonces mi padre besaba la foto de mi madre con la mano a modo de saludo. Después me indicaba que hiciera lo propio. Retirábamos las antiguas flores que despedían su néctar mortecino. A veces no eran las que habíamos dejado la última vez. Alguien más había visitado el sepulcro. Esos silencios de mi padre aún me acompañan. Esas miradas. Las flores, entonces. Aquellas flores vivirían tan solo algunas horas después de puestas en el florero de lata. Solo conocían el abrigo del frío, la humedad y las sombras. Todas esas flores sabían que llegaban a sus horas finales cuando atravesaban aquellos canales helados aislados del sol. Algún registro de agonía siempre supuse que tenían. Todo abriga la virtud de la premonición. Luego yo tiraba las flores muertas en el cesto. Y comenzaba el protocolo de limpieza. Primero, la foto de mi madre. Estaba en un marco de metal adherido al mármol blanco veteado de gris. Luego limpiaba la placa de bronce donde se leía el epitafio: “Su esposo e hijo, que siempre la amarán”. Primero se limpiaba con rigurosa meticulosidad cada milímetro de aquella lápida con un trapo que traíamos en un pequeño bolso. Se tiraba el trapo en el cesto junto con el papel en el que habían estado envueltas las nuevas flores condenadas a morir. Después se rezaba. Mi padre parecía ausente en esa rumiación. Yo también. Eso era todo. Sentía que ese era un no lugar. Una máxima incomodidad. Hacíamos el camino de vuelta. Subíamos a un taxi y volvíamos a la casa de calle Balcarce. Mi padre se encerraba en su habitación hasta el almuerzo. No recuerdo qué pasaba en aquellos largos minutos hasta sentarnos a la mesa. Los niños y las flores no están preparados para la muerte.

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Calle Balcarce 681. La Casa Páez. Se encontraba a escasos cien metros del emblemático Boulevard Oroño. Un terreno de 6,91 × 13,92. Tradicional casa chorizo. Denominación que se utiliza para definir a las casas con los cuartos en fila, uno detrás del otro, sobre la medianera, tan típicas de las primeras décadas del mil novecientos. Según datos catastrales de la Municipalidad de Rosario, el permiso de edificación es el número 56 del año 1926. Demos una vuelta por el vecindario. Les propongo un largo plano secuencia, con un steadicam en manos de algún camarógrafo amigo o un dron volador a control remoto que pueda subir y bajar a piacere.

Relato en off.

Viví mi infancia y pubertad en el barrio del macrocentro de la ciudad de Rosario. Allí, enfrente de mi casa, se encontraba el conservatorio de música Scarafía. Del lado izquierdo, en una vieja casona, vivieron María Elena Falcón, mi vecina, con su marido y un hijo adolescente. Porte de mujer ruda de los campos de la Europa del Este. Dueña del kiosco que atendía por una ventana de su casa que daba a calle Santa Fe. Mujer amorosa, tía putativa. Cruzando Balcarce hacia el Boulevard Oroño, enclavado en la esquina misma de Balcarce y Santa Fe, el restaurant, bar, café, pizzería Grand Prix. Mi cafetín de Rosario. “De chiquilín te miraba de afuera como a esas cosas que nunca se alcanzan, la ñata contra el vidrio en un azul de frío que solo fue después, viviendo, igual al mío”. Enrique Santos Discépolo sabía nombrar con precisión y emoción los lugares entrañables. Así su cafetín de Buenos Aires.

Así mi Grand Prix.

Cruzando Santa Fe hacia el sur, por Balcarce, se encontraba la parada del colectivo 200. En esos carromatos iría a la escuela primaria casi todos los días. De mañana, al taller a aprender herrería, aeromodelismo, carpintería, y a la tarde al turno escolar. Sin contar las frías mañanas de invierno, yendo a las clases de educación física cuando la humedad asesina se colaba entre el par de calzoncillos largos y el pantalón de gimnasia, entrenándonos tempranamente para soportar los fríos polares rosarinos.

Cruzando de vereda, sobre Santa Fe, frente al kiosco de María Elena, estaba el Normal 2. Escuela de futuras mujeres, adolescentes en flor. Con sus polleras grises entabladas, sus medias blancas hasta la rodilla, sus zapatos negros y sus camisas blancas recién planchadas en primavera. El obligado pulóver gris en ve en invierno, sus sacos azules y sus cabellos recogidos. Delicias de mis sueños juveniles.

Foto: Notimex

Al lado se erguía la Facultad de Ciencias Agrarias y Ciencias Políticas de la Universidad Nacional del Litoral. Verán el distinguido estilo de neoclasicismo francés. Allí anidaban cuevas de murciélagos y palmeras quinoteras que llegaban hasta el cielo. Último destino: la plaza San Martín. Fíjense que ocupa toda la manzana de Santa Fe, Moreno, Córdoba y Dorrego.

Toda una plaza.

A la derecha, cruzando Santa Fe, verán, aún imponente, la Jefatura de Policía. Lóbrego centro clandestino de tortura y desapariciones forzadas durante la última dictadura militar. En ele con la calle Moreno, la plaza lindaba con el Museo de Ciencias Naturales. También cuna de murciélagos y niños exploradores caminadores de cornisas. En la esquina de Moreno y Córdoba, cruzando la calle, se emplazaba el Segundo Cuerpo del Ejército. A pocos metros por la misma vereda de la calle Córdoba se encontraba la CGT. En frente, la Facultad de Derecho.

A su lado, casi llegando a Balcarce, se erigían como dos gigantes las puertas forjadas en hierro que oficiaban de salida del Normal 2. Las armas, la ley, la educación, la ciencia, la música, el recreo infantil y la política muy cerca.

Doblemos por Balcarce.

Allí enfrente, en ese edificio de dos pisos, vivía la familia Gallardo. Fabián, uno de sus hijos, será uno de mis compinches de primera adolescencia. En aquel otro edificio vivía la familia Boglioli. En ese tercer piso pasaría largas horas alrededor de una mesa jugando al póker, escuchando rock progresivo. Al lado, casi llegando a la esquina de la calle Santa Fe, otro edificio en el que ocurrirían hechos de extrema violencia. De esta vereda, por la que voy, solo se ve la pared lateral del Normal 2. Saludemos a las chicas que agitan sus manos desde las aulas. Doblando por la misma vereda, por calle Santa Fe, vivía ese atorrante hermoso, galán de barrio y artista iluminador llamado Fernando Piedrabuena, que iba a acompañarme en gran parte de este viaje.

Crucemos Santa Fe.

Otra vez la casa de María Elena, y al lado, mi casa de nuevo. Enfrente, pegadas al Grand Prix, dos casas muy antiguas similares a la mía. Eran edificaciones donde las habitaciones se disponían alrededor de un gran patio. Vivían señoras mayores que regían sus inmuebles como pensiones temporarias. A su lado el ya mencionado y querido conservatorio Scarafía. Hacia la esquina de la calle San Lorenzo se erigía otro edificio de un piso, donde vivía una familia con quien no teníamos otro trato que los cordiales saludos entre vecinos. Sus hijas eran mayores que yo. Dos adolescentes guapísimas que atraían mi permanente atención. De pelo largo, espigadas, espléndidas. Por la vereda de mi casa, a la derecha, separados por una medianera, vivían el doctor Costa y su señora, de apellido Buñone. Tenían catorce hijos. Una familia muy reservada que también acompañó en mis primeros años la vida en el barrio. Siguiendo por la misma vereda, en un edificio de un piso, cuyo frente era de piedra gris con pequeñas incrustaciones de piedritas de colores brillantes, vivía la familia del doctor Caviglia. Un hombre de unos sesenta años, muy elegante. Venía todos los fines de semana a tomar un vermut con los Páez. Allí enfrente, siguiendo el paneo hacia la derecha, a manera de travelling frontal, se ve un garaje, y al lado, la casa del doctor Cochero, abogado de prestigio que vivía con su mujer y sus dos hijos. Cruzando la calle San Lorenzo se encontraba la despensa Pochi. Todo lo que quisieras conseguir en materia comestible se encontraba allí. Despensa de lujo. Siguiendo unos metros, la tintorería japonesa de frente azul, y después unas casas antiguas que lindaban con la panadería El Peñón. Allí compraría muchas tortas negras y bolas de fraile para acompañar las tareas de la secundaria antes del mediodía, después de las clases de educación física. Nada como una docena de esos manjares acompañados de Coca-Cola helada para pasar la mañana.

Volviendo a la esquina de Balcarce y San Lorenzo, frente al Pochi se encontraba el bodegón El Pampa. Restaurant sombrío, de larga tradición en el barrio. Por esa misma vereda, subiendo por San Lorenzo hacia Moreno, estaba mi almacén favorito. Atendido por dos hermanas cincuentonas solteras. Las Persic. Subía dos escalones y entraba a un antiguo almacén de pueblo de ramos generales. Un gran mostrador sobre dos heladeras gigantes de madera oscura, con fiambres y lácteos. Una máquina para cortar embutidos, quesos y una balanza. Detrás, una despensa llena de productos alimenticios que iba de lado a lado del boliche. Por una persiana de hilos de plástico de colores se podía ver el raído cuarto de estar, en el que pasaban gran parte de sus días estas dos hermanas. Una, de pelo corto y anteojos, flaca y pizpireta. La otra, mujer robusta, de melena castaña oscura cortada al cuello, siempre de riguroso delantal verde y carácter más seco. A la derecha, otras dos heladeras para las bebidas, y siempre la sonrisa amorosa de las dos, que antes de irme, después de anotarme todo lo comprado en la libreta familiar, me regalaban unos caramelos para que volviera contento a mi casa.

Foto : Especial

Así sucedía.

De la vereda de enfrente, llegando a Moreno, estaba la carnicería. El carnicero era un hombre de contextura mediana. Casi calvo, con un fino bigote que dejaba ver su sonrisa de actor de circo. Siempre amable y servicial. Vestía de riguroso delantal blanco. El día que a mis trece años le compré dos hígados, me dijo implacable: “¿Qué vas a hacer con eso? Tus abuelas nunca llevan hígado”. Él también había sido púber. El ingenio provinciano y la sexualidad carecen de fronteras. Los dos hígados encerrarían a mi pito ávido de curiosidad y yo me sacudiría en busca de un éxtasis desconocido. Esa humedad de vísceras rojas, me habían contado mis amigos de la plaza San Martín, daba una dulce sensación de placidez.

Unos metros adelante, volviendo a cruzar de vereda, en un PH, vivía José Luis con su mamá. Tenían un patio grande con una Pelopincho y muchos juguetes. En ese pasillo, en otro departamento, viviría mi hermano Coki Debernardi, con quien atravesaríamos infinidad de situaciones non sanctas años más tarde, a metros de distancia de la casa de mi amiguito de la infancia.

Tiempo al tiempo.

Crucemos de vereda nuevamente por la calle San Lorenzo y volvamos hacia atrás. Pegando la vuelta a la izquierda, ya por la calle Balcarce.

Imaginemos que por esa intersección vemos pasar el colectivo de la línea 1 que me llevaba a la Municipalidad, enclavada en las esquinas de Buenos Aires y Santa Fe, donde trabajaba mi padre, y la línea L, que nos llevaba hasta Funes y Roldán, pueblos cercanos donde vivía una parte importante de los trabajadores de la ciudad de Rosario.

Allí delante, unos metros antes de llegar a Santa Fe, otra vez la casa de mis amores.

Aquí habían vivido mi bisabuelo Pantaleón y mi bisabuela Rodolfa. Allí nacen sus hijos Marcial, Honorio Santiago y Pantaleón. Honorio Santiago sigue en la casa y se casa con mi abuela Belia Ramírez.

Crían a sus dos hijos, Rodolfo y Rosario.

Rosario es mi tía Charito, que se casa con Eduardo Carrizo y se van a vivir a un pueblo cercano. Cepeda.

Mi padre, Rodolfo, queda en la casa como único hijo. Fallece Honorio Santiago, padre de Charito y Rodolfo.

Entonces llega Pepa, pariente por la línea Páez afincados en la provincia de Córdoba. La casa queda conformada con Belia, Pepa y mi padre.

La serie El amor después del amor será protagonizada por el actor argentino Ivos Hochman / Cortesía | Netflix

Entremos, por favor, acompáñenme.

Aquí la puerta marrón, en dos partes de tres metros de altura, que daba a calle Balcarce. Subiendo dos escalones entramos a un zaguán en el cual, sobre la pared izquierda, había una placa con una frase inscripta del Martín Fierro de José Hernández: “Naides sabe en qué rincón / se oculta el que es su enemigo”.

Ese recibidor conducía a dos espacios.

A la derecha, al living comedor, y hacia adelante, a través de otra puerta cancel, al patio.

El living es un salón rectangular con una mesa de madera rojiza en el medio, que en días de fiestas se podía extender con otro módulo, con mantel de un rabioso floreado en tonos amarillos y rojos. A su alrededor seis sillas de madera tapizadas en cuero rojo. Encima de la mesa, la lámpara araña de tela con motivos floreados en tono ocre iluminaba el comedor de los Páez. Sobre las paredes laterales izquierdas vemos dos armarios de madera roja lacrada separados por una puerta. Esta puerta daba a la habitación de mi abuela. Del lado de la abertura derecha de la puerta, una mesa alta con un teléfono envuelto en plástico rojo. En la parte inferior de esa mesa se guardaba la guía telefónica. A su derecha uno de los muebles rojos sostenía una mesada de mármol a tono, con veteados blancos, donde se apoyaban cuadros y objetos de valor para la familia. Uno muy especial. El portarretrato de mi madre. Debajo, dos armarios cerrados con llave. En uno de ellos supe guardar mi primera colección en miniaturas de bebidas alcohólicas, que generalmente compraba en la panadería Nuria, en Santa Fe y San Martín, en los paseos de los domingos a la mañana junto a mi padre. Whisky, ron, vodka, Campari, anís, rhum, fernet. La primera escena te cuenta la película, se suele decir. Por sobre los armarios se disponían dos cajones. Encima de la mesada, un sobremueble que constaba de tres espacios, finamente curvado, de medio metro de altura, aplicado a la base del mueble. Dos laterales con puertas de vidrio que dejaban ver las copas de distintas vajillas. En el medio, otro con puertas espejadas que funcionaba como un pequeño botiquín de urgencias, con algodones, gasas, agua oxigenada, curitas y alcohol. A su derecha, una mesa de patas de madera y tapa de bronce. Allí se apoyaba la pila de discos de mi padre que fueron centrales en mi educación sentimental. A su lado, una silla para múltiples usos. Uno de ellos era, cuando niño, subirme a buscar los discos de arriba de la pila. Sobre esa pila, clavada en la pared, la foto de los graduados del Superior de Comercio, entre quienes se encontraba mi padre. En ángulo perfecto, detrás del frente de mesa, el piano rojo August Förster, propiedad de la familia Páez. Reinaba el piano en aquel espacio, con la solemnidad de un sepulcro imperial. Inviolable. Pasarían muchos años para que mi abuela Belia me diera la llave que abriría el cofre que contenía el santo grial familiar. Fue la noche en la que descubrí una de las formas del cine, a mis seis años. Estaban dando El hombre que volvió de la muerte, de Narciso Ibáñez Menta. Era una serie televisiva de terror que pasaban los viernes a las diez de la noche. Abrí la tapa del piano, con extrema delicadeza quité la felpa azul con motivos floreados que cubría las teclas. Me acerqué al televisor, bajé el volumen y esperé a que ingresara aquel hombre con su máscara negra. Comencé a pegar clústeres sobre el piano, que llevaba años muy desafinado. Mejor para mis fines. Estaba musicalizando una escena de terror en mi propia casa. Fue una sorpresa para todos y la primera vez que sentí el poder de la música sobre las imágenes. Todos festejaron a regañadientes. Fue una prueba de talento y un juego divertido. Iba a ser siempre así. El August Förster era un piano emperifollado por dos candelabros draculeanos, muy a lo Liberace, que le daban un look gore. Encima de él, fotos de mi padre y su hermana, mi tía Charito, apoyadas sobre una manta blanca bordada a mano en crochet por alguna comadre de la familia. Arriba del piano, un paisaje nocturno de unos pescadores subiéndose a un bote para salir a pescar o conspirando. Bella escena indescifrable. A su costado, el combinado Ranser de cuatro patas. Radio y tocadiscos. Las paredes de color verde. No inglés. Más bien verde agua. Y el techo, altísimo y blanco, con escoriaciones de humedad que hacían que se despegaran trozos de pintura. Si la cámara me sigue, en la pared que da a calle Balcarce, se encontraba un sillón que oficiaba de cama de la Pepa, mi tía abuela. Que un buen día llegó desde San José de la Dormida, provincia de Córdoba, y se instaló con nosotros. Dice la leyenda que fue virgen. Por el amor que prodigó y por cumplir esa condición sine qua non de no haber tenido relaciones sexuales durante toda su vida, y según los estrictos protocolos de las encíclicas papales, debería ser declarada santa. Santa Pepa.

Foto : Especial

Por sobre el sillón, un espejo con bordes en el mismo tono rojizo de los muebles del living comedor. A los dos costados del sillón cama se abrían dos puertaventanas que daban a los balcones de calle Balcarce. De madera, vidriadas, con persianas exteriores. Esto permitía generar infinidad de tipos de luces en días soleados y nublados abriendo y cerrando los postigos. Recuerdo en aquellos balcones la cálida sensación de los rayos de sol en las mejillas de la infancia, junto a mi abuela, esperando la llegada del almuerzo. A la derecha del balcón cercano a la puerta vemos el televisor. Pequeño. Blanco y negro. En él vi al Capitán Piluso, insigne personaje protagonizado por Alberto Olmedo, uno de los grandes comediantes argentinos. También el aterrizaje del hombre en la Luna, los almuerzos de Mirtha Legrand, a los geniales uruguayos de Hupumorpo: Ricardo Espalter, Berugo Carámbula, Gabriela Acher, Andrés Redondo, Enrique Almada y Eduardo D’Angelo. Otros programas de humor como La tuerca, los programas de Porcel, Blackie y sus entrevistas, Pipo Mancera, el entrañable Tato Bores, etc. Fútbol de Primera con Macaya Márquez de comentarista los viernes por la noche. La botica del 5 o El clan, célebres magazines rosarinos conducidos por Osvaldo Granados, el Negro Moyano Vargas y el pianista Mario Cánepa, y los noticieros del mediodía y cierre de Canal 3 y Canal 5. La televisión era un miembro de la familia. Siguiendo en círculo nos topamos con la puerta de acceso al zaguán. A su derecha, la estufa Eskabe a garrafa de gas. Aquí a su lado, un pequeño armario donde se guardaban los libros escolares. Los míos y los de mi abuela Belia, que era maestra de primaria. En ángulo recto, siempre a la derecha, el otro mueble rojo, similar al descripto unas líneas arriba. Entonces pegamos la vuelta y nuevamente la puerta que daba a la habitación de mi abuela Belia. Pintada en sus cuatro paredes de color amarillo. Muebles negros rotundos a los costados de la cama. En los dos armarios, dos enormes espejos se reflejaban uno al otro. Frente a ellos hice todas las coreografías posibles intentando copiar a Ritchie Blackmore, Lennon, Pappo, Luis Alberto Spinetta, Jimmy Page, Ricardo Soulé, Pete Townshend, Steve Howe y a tantos otros, con el bastón que mi padre usaba para ayudarse a caminar como guitarra. Era un bastón de madera revestido en un material marmolado brillante de color marrón con una agarradera en el mismo tono, lo que le daba al objeto un aspecto falsamente aristocrático. Me miraba en el espejo y movía mi cabeza de un lado al otro haciendo muecas de gran guitarrista. Me paraba sobre la cama de mi abuela y me revolcaba tocando solos imaginarios con la boca. Cambiaba tema a tema y disco a disco en ese maravilloso Winco portátil verde manzana y lograba aislarme del mundo real. La pasión con que vivía aquellas escenas me teletransportaba a los escenarios más disímiles en Londres, Buenos Aires, Liverpool, Monterrey, Woodstock, Nueva York y mil ciudades inventadas. Veía grandes públicos frente a ese espejo y un montón de chicas clamando por mí, imaginando un futuro demasiado improbable para ser cierto. En esa cama comencé a masturbarme, a muy pronta edad. Me enroscaba sobre la almohada y me agitaba hasta la desesperación. También le robaba algunos pesitos a mi abuela para golosinas y cigarrillos en el trascurso de mi pubertad y parte de mi adolescencia. Dos mesas de luz al costado de la cama y la figura de un Cristo dibujado con perfección fotográfica dentro de un marco negro, con ínfimas molduras barrocas, de forma ovalada. Fíjense cómo mira a cámara mostrando sus manos heridas. Él coronaba la habitación. Separados por otra puerta gris igual a la que daba al comedor, alta como un dinosaurio, la habitación de mi padre. Roja. Una cama de una plaza sobre la pared contigua a la habitación de Belia. Una mesa de luz alta con un pequeño cajón. De donde alguna vez lo vi sacar una pistola de corto calibre. “Hay que saber resguardarse, hijo”, dijo ante mi perplejidad de niño. Encima, un velador. A su izquierda, un armario donde guardábamos parte de nuestra ropa. Más allá, el baño. Amarillo. Viejo, pequeño y desvencijado. Con una bañera blanca y su ducha correspondiente. Un inodoro y una bacha con espejo donde mi padre se afeitaba cada día con extrema meticulosidad. El baño quedaba aislado por una incómoda dificultad. Había que hacer movimientos bruscos y aceitar permanentemente aquel mecanismo en el piso por donde se deslizaba la puerta corrediza de vidrios gruesos esmerilados. Al costado de la cama había una mesa rodeada de cuatro sillas que nunca se usaron y que impedían el paso al ropero. Ese armario tan misterioso. Vestidos de mi madre se atesoraban allí como reliquias sagradas. A su lado, mi roperito amarillo patito, donde se guardaban mis ropas de niño. A su izquierda, la heladera Siam, con esa manija fantástica que al mínimo de presión se abría con delicadeza. En la cocina no había espacio para semejante mamotreto, entonces recaló allí. Estas dos habitaciones contiguas, la de Belia y la de papá Rodolfo, daban al patio. En ese patio, en los días de verano, corríamos con unas sogas el gran toldo verde que nos protegía del sol rosarino. Había tres sillones de hierro, curvado en los apoyabrazos, pintados de blanco y dos almohadones de plástico floreados que hacían posible sentarse. La mesa apoyada en la pared ubicada entre medio de las habitaciones era donde comíamos en verano. A veces a resguardo del insoportable calor húmedo del día y en muchas noches estrelladas. Esta mesa también fue mi refugio. Entre sus patas armé mis primeras covachas. Casitas donde forjé mis primeros momentos de intimidad y mis deseos de independencia. La tapaba con sábanas y colchas viejas. Mi carpa india. La pared enfrente a la mesa era altísima. Colgaban varias macetas con helechos que la Pepa regaba periódicamente, cuando no lo hacía la lluvia. Pasaba en más de dos metros de altura a la terraza. Un alambrado rectangular se dejaba ver allí arriba. Pareciera que, desde la terraza de los Costa, hubieran querido observarnos. No tenía ningún sentido ese agujero alambrado allí, en esa alta medianera que nos separaba de los vecinos. Misterios de la arquitectura argentina o delicias de algún vecino voyeur trasnochado en busca de sonidos o imágenes que satisficieran su curiosidad. Una noche, yendo a dormir, cerramos los altos postigos. Las puertas de las habitaciones quedaron abiertas por el excesivo calor. Recuerdo haber sentido unos ruidos en el patio, intentando dormir junto a mi abuela. El ventilador Rosario de pie, prendido. Esa noche el ruido de las aletas y el motor estaba logrando ponerme nervioso. La ansiedad me estaba jugando una de sus primeras malas pasadas. Era Noche de Reyes. Me levanté con miedo. Con extremo sigilo, alcé una de las pestañas móviles de los postigos que daban al patio y allí estaban los fantásticos Reyes Magos. Sus capas brillantes de colores. Sus cofias relucientes, sus bombachas y sus sandalias moras. Sentí el olor a bosta de los camellos. Animales exóticos en aquellos parajes rosarinos. Todo mi cuerpo se ruborizó de alegría. Gaspar, Melchor y Baltasar estaban en el patio de mi casa. Baltasar fue el que sacó de una bolsa que llevaba colgada de los hombros la bicicleta Avianca verde doblada en dos partes. La apoyó en el piso con gran delicadeza, intentando no despertarme, y la dejó parada en el patio. Los otros dos cuchicheaban con mi padre.

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La tarea más pesada la realizaba el africano. Gaspar y Melchor, los blancos, negociaban. ¿Sugestión o realidad? El patio culminaba en una cocina de mínimas proporciones donde Pepa cocinaba con amor y dedicación cada día y cada noche de nuestras vidas. Miren allí adentro. Era un espacio muy pequeño. Una mesa de madera destartalada, una cocina vieja de cuatro hornallas y un horno. Aquí, la mesada con una bacha y un armario estante donde se guardaban diversos condimentos y paquetes de fideos, harina y arroz. Lindando, saliendo al patio, un gran armario despensa, que con sus puertas cerradas oficiaba de arco de fútbol. Solíamos tener una pecera encima de este armario. Solía romperla a pelotazos. Rescatar a los peces entre los vidrios y meterlos en una bolsa de plástico era una tarea ineludible. Siempre lograba rescatarlos. A su lado, un baño de letrina con puerta negra. Como en un patíbulo, debías arrodillarte para hacer tus necesidades. Tenía mal olor, seguramente por el gran tamaño del agujero. Por allí se colaba con facilidad el olor fétido de las cloacas. Por el lado izquierdo, en el exterior, una bacha grande, construida debajo de la estructura de la escalera, hecha de una sola pieza, donde Pepa lavaba la ropa con una tabla que en otros parajes del mundo se utilizaba para tocar ragtime. En noches de fiesta servía de refrigerador de bebidas, repleta de hielo. Unos metros a la izquierda, la escalera de escalones de cemento gris y una baranda de metal raído para ayudarse a subir, que llegaba a un patio de dos por dos que daba a una pequeña habitación. Por aquella escalera mi tía Charito y mi abuela Belia vieron descender a la Virgen María mientras mi abuelo Honorio Santiago fallecía en el mismo momento en algún hospital de Rosario. De allí, otra escalera ascendía unos metros hacia la terraza. Allí vivieron mis padres el tiempo que estuvieron juntos, casados. También había otra pequeña habitación, contigua, donde estaba “el muerto”. Un cajón al cual era imposible acceder. Estaba bajo una pila de objetos en desuso. Había un aroma muy especial en esa pequeña 27 covacha. Era uno de mis lugares favoritos. Al igual que el piano, ese cajón era resguardado con celo por los adultos de la casa. Y luego la terraza se abría como un gran campo de baldosas naranjas que terminaba en un galponcito, muy timburtiano, que alojaba objetos añejos que no servían para nada. El perímetro en ele casi perfecto estaba protegido por una baranda de hierros terminados con ornamentos barrocos. Obviamente, corroídos por la lluvia, las inclemencias del sol y la humedad. Servían para no caer al vacío sobre el piso del patio. Cómo olvidar los gritos de mis abuelas pidiéndome que me metiera para adentro. “Nene, ¡te vas a caer! ¿Querés darle un disgusto a tu padre?”. Disfrutaba el peligro de caminar por la cornisa agarrado a los fierros, mirando para abajo hacia el sufrimiento de mis abuelas. Para observar a los autos o tirarles bombas de agua en carnaval a los peatones desprevenidos teníamos que subirnos aquí. A esta angosta plataforma que recorría de punta a punta el frente de calle Balcarce. A su izquierda lindaba con la terraza de María Elena.

Fin del recorrido.

Ahora, a los hechos.

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