"El Chaparrito", el enigmático panteón de niños en Guerrero Negro

Casi todas las tumbas tienen al pie de la cruz un pequeño juguete

Elías Medina P. | El Sudcaliforniano

  · viernes 2 de noviembre de 2018

Mulegé, Baja California Sur.- Unos 3 kilómetros al norte de Guerrero Negro, -a la mitad del camino entre Ensenada y La Paz-, rumbo al puerto de El Chaparrito, hay un cementerio solitario y singular: sólo hay entierros de niños.

Una tumba –al parecer la más reciente- tiene una cruz de hierro y algunos datos del infante difunto; el resto maderas a flor de tierra con la pátina de más de 70 años pulida por los vientos marinos y el suelo salitroso; dos con lápida de concreto carcomido por el tiempo, algunas sólo un montículo de tierra rústicamente adornada de conchas y otras con doble cruz.

Los pálidos colores de la cruces mimetizan con la llanura de arbustos desérticos que rodea al camposanto; no hay cercos, no hay bardas, no hay floreros ni capillas ni restos de veladoras y, aunque lucen largos años de abandono, casi todas tienen al pie de la cruz un pequeño juguete, un osito o un conejo de peluche, un carrito de madera, un papalote, un cubo.

Arraigadas leyendas pueblerinas hablan de una muerte masiva por una rara epidemia o por intoxicación, y aunque estas versiones parecen no concordar con los hechos, la historia no deja de ser igual de trágica y de triste.

Vecinos de Guerrero Negro aseguran que se trata de tumbas de los primeros pobladores de la zona mucho antes del nacimiento de esa comunidad salinera; de familias pobres que buscando fortuna llegaron al sitio por tierra provenientes del norte o en lanchas de remo desde el sur por el Pacífico; fueron ellos lo que fundaron este efímero pueblo, justo en medio de la nada, a la mitad del camino entre La Paz y Ensenada, y a donde durante décadas solo se podía llegar con un tortuoso viaje de brechas y cuestas pedregosas.

El caserío de no más de 10 familias se habría comenzado a asentar en estos terrenos yermos antes de 1940 en una fecha que se pierde en la memoria, aprovechando la abundancia de caguama y tiburón, cuya carne y aleta salaban y secaban al sol para ofrecerla en pacas a comerciantes que cruzaban El Arco, por el llamado Camino Nacional.

Ser caguamero y tiburonero no era un oficio lucrativo y al duro aislamiento geográfico se le sumaban otras privaciones y males como la falta de medicinas y de alimentos.

Las críticas condiciones de vida habrían sido la causa de la alta mortalidad de menores, primeros pobladores de este camposanto, en una región inhóspita donde el único gobierno era el de los extranjeros que en ese tiempo explotaban los salitrales naturales; fueron ellos los que prohibieron los entierros de adultos en el sitio, obligando a los lugareños a llevar sus difuntos hasta el entonces pueblo minero de El Arco, a casi un día de camino.

No se sabe cuántas de las 70 tumbas de este extraño camposanto son de menores que no sobrevivieron en este pueblo pesquero nunca tuvo nombre ni cuántas corresponden a hijos de los primeros obreros de Exportadora de Sal de Guerrero Negro, después del año 47.

De los niños muertos no hay registro oficial salvo los más recientes: sus nombres no habrían quedado inscritos en ningún acta y en ningún libro, y muchos se habrán perdido hasta de la memoria de su parentela.

Estos menores no sobrevivieron a una de las más primeras oleadas migratorias que ha registrado el norte de esta entidad; familias llegadas de Punta Prieta, Calmallí, Rosarito, El Arco, Santa Gertrudis y otros de Santa Agueda, Santa Rosalía, San Ignacio y más rancherías del entonces territorio sur de la Baja California, de apellidos Arce, Macklis, Murillo, Gutiérrez, Espinoza, Romero, Tellechea, González, Rousseau, Sánchez, Duarte, Castillo.

Vecinos de Guerrero Negro juran haber visto con frecuencia en altas horas de la noche y por las madrugadas a muchachitos jugando pelota, cantando alegres o paseando en triciclos en las afueras del pueblo: son los niños de Las Cruces con el mensaje de que nadie los olvide, aún y cuando más temprano que tarde los vestigios de sus tumbas abandonadas habrán desaparecido con el viento y la arena.

Ya no se percibe duelo, como si el camposanto de los angelitos ya no reflejara el más cruel de los pesares de quien entierra a un hijo, pero ahí queda, para la eternidad: 30 años de niños muertos en un pueblo sin nombre y ni apellido.


*Esta nota fue publicada originalmente en noviembre de 2018*